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avanzar al retinto. que marchaba erguido y bufando de cólera, impotente, o de contentamiento
al verse tan dueño de la vía.
Llegaron pasadas las doce a Pucarani.
Los mañasos indios recorrían el campo de la feria cabalgando en sus mulas bajas, lanudas,
mañosas y fuertes. Sus alforjas, abultadas de billetes, se batían al furioso trotar de sus
cabalgaduras, como alas, e iban de un lado para otro paseando sobre los ganados la mirada al
parecer indiferente, pero ejercitada en descubrir al primer golpe de vista las cualidades o taras
de una bestia. Nada se escapaba a su ojo penetrante y no fueron tardos en descubrir al toro de
Tokorcunki.
¿Cuánto pides?
Cien pesos.
El demandante dio un talonazo a su mula y se alejó al galope del grupo, lanzando una enorme
carcajada de burla.
A poco estuvo de regreso.
Parecías loco hace rato. ¿Cuánto pides ahora?
Cien pesos.
Tú has bebido. Racionalmente no se puede pedir ese precio. ¿Quieres cincuenta?
Tokorcunki le miró con desdén y le volvió las espaldas, sin responder.
Eres testarudo; cincuenta pesos y la challa.
¡No me hables! repuso hosco, el dueño, sin dignarse mirar al ofertante.
Estaba irritado. Ochenta pesos le había costado la bestia, sin contar la manutención de medio
año en casa, y no la vendería si no conseguía su justo valor, aun cuando despanzurrase a
medio mundo.
Estás engreído, como si tú sólo tuvieras una bestia presentable. Las hay mejores.
Anda a comprarlas. Yo no te he llamado.
Ni tú ni yo. Sesenta pesos y la challa.
He dicho cien.
¿Y dónde se ha visto pedir un precio y obtenerlo?
Ahora lo verás.
¿Por tu linda cara?
Tokorcunki se alzó de hombros, desdeñoso.
Se había formado rueda de curiosos en torno de los dos interlocutores y de la bestia,
fuertemente sujetada por los cuatro lazos que tenían los hombres con mano firme, y todos
hallaban entretenida la contienda.
Di tu última palabra porfió el matarife, que estaba decidido a llevarse al bruto.
Rebajo cinco pesos.
¡Vete al cuerno y ojalá te reviente la barriga el mostrenco! maldijo el matarife zafándose
del grupo, despechado por la testarudez de Tokorcunki.
Y a ti, que se te pudra la lengua.
¡Sinvergüenza!
¡Ladrón!
Los curiosos lanzaron una carcajada y se dispersaron, yéndose a otros grupos.
Se presentó un nuevo comprador.
Sé razonable. Tu bestia está en carnes, pero nadie te ha de pagar lo que pides. Yo soy
formal y te doy setenta pesos y la challa. ¿Qué dices?
Tokorcunki se ablandó ante la palabra insinuante del nuevo interesado. Y repuso con acento
comedido:
No, tata; a mí me ha costado más cuando estaba flaca. Si ahora la vendo, es porque es muy
arisca y alarma a mi gente.
Lo dicen sus ojos, y no has de poder venderla. Sólo sirve para el carneo.
Por el precio que ofreces hablamos de balde.
¿Y si te ofreciera setenta y cinco y la challa.?
Ni ochenta. Me cuesta más.
Bueno; ochenta, pero sin challa.
Tokorcunki meneó la cabeza.
¿Y cuánto quieres, por fin? repuso el otro, que ya comenzaba a sulfurarse.
Noventa, lo menos, y la challa.
Que otro te la compre, tata. Adiós.
Adiós.
El uno se fue por un lado y el otro sacó su bolsa, y convidando a sus compañeros se puso a
mascar coca.
Creo que por ese precio no lo has de vender objetó Apaña.
Lo he de vender; ya verás.
Todos han pasado y nadie quiere ofrecerte nada.
Es que se han puesto de acuerdo. Cuando nos vayamos con el toro verás cómo me ofrecen
y me pagan.
Fue así.
Fingieron marcharse, y cuando los matarifes vieron que se iban llevándose la bestia, fingieron
de su parte verla recién y se aglomeraron en torno del dueño y de sus acompañantes.
Pidieron el precio. Uno ofreció la mitad; otro mejoró la oferta en cinco, y así, de cinco en cinco,
llegaron hasta la cantidad ofrecida por el segundo proponente. Tokorcunki se mostró inflexible:
conocía las mañas de los carneadores, y no era la primera vez que entraba en tratos con ellos.
Si no le pagaban noventa pesos y la challa, se iba con su bestia al mercado de la ciudad, y allí
la vendería en su justo precio, sin chicanas ni inútiles bellaquerías.
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