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Yo estaba en la regala mirando la costa, pantanosa todavía allí donde el Gyoll sofocado
de cieno inundó las llanuras de antaño; y en los montes y altozanos me parecía ver
formas, como si ese vasto páramo blanco tuviera (como ciertos cuadros) un alma
geométrica que se desvanecía cuando la miraba fijamente, para reaparecer cuando
apartaba los ojos. El capitán vino a pararse a mi lado; le conté que, según había oído, las
ruinas de la ciudad se extendían largo trecho río abajo y le pregunté cuándo íbamos a
avistarlas. Él se rió y me explicó que hacía dos días que estábamos entre ellas, y me
prestó el catalejo para dejarme ver que lo que yo había tomado por un tronco de árbol era
en realidad una columna rota y torcida cubierta de musgo.
En seguida pareció que todo salía de la sombra muros, calles, monumentos así
como se había reconstruido la ciudad de piedra mientras la mirábamos con las dos brujas
desde el techo de la tumba. Fuera de mi mente no había cambiado nada, pero, mucho
más rápido que en la embarcación del maestro Malrubius, yo había sido transportado del
campo desolado al centro de una ruina inmensa y antigua.
Aún hoy no puedo dejar de preguntarme cuánto de lo que vemos está frente a
nosotros. Semanas enteras mi amigo Jonas me había parecido sólo un hombre con una
mano protésica, y estando con Calveros y el doctor Talos, había pasado cien claves que
debieran haberme dicho que el amo era Calveros. Cómo me impresionó en la Puerta de la
Piedad que Calveros no aprovechara la oportunidad de escapar del doctor.
A medida que declinaba el día, las ruinas se fue ron haciendo más y más claras. Con
cada rizo del río los muros verdes, cada vez más altos, se asentaban en un suelo cada
vez más firme. A la mañana siguiente, cuando desperté, algunos de los edificios más
fuertes conservaban los pisos superiores. No mucho después vi un bote pequeño, recién
construido, amarrado aun antiguo muelle. Se lo señalé al capitán, que sonrió y explicó:
Hay familias que de abuelo a nieto viven de cribar estas ruinas.
Eso me han contado, pero el bote no puede ser de ellos. Con ese tamaño no puede
transportar mucho botín.
Joyas o monedas. Aquí no desembarca nadie más. No hay ley: los saqueadores se
matan entre ellos y acaban con cualquiera que pise la costa.
Tengo que ir allí. ¿Puede esperarme?
Me miró como si estuviera loco. ¿Cuánto tiempo?
Hasta el mediodía. No más.
Mire dijo él, y señaló : adelante está el último recodo largo. Bájese aquí y
reúnase con nosotros allí, donde el canal vuelve a dar una curva. Nosotros no llegaremos
hasta la tarde.
Estuve de acuerdo, y él hizo bajar el bote del Samru y le dijo a cuatro remeros que me
llevaran a la costa. Cuando estábamos por partir se quitó el eraquemarte del cinto y me lo
dio.
Ha estado conmigo en muchos combates lúgubres dijo solemnemente .
Búsqueles la cabeza, pero cuídese de que el filo no choque contra las hebillas de los
cinturones.
Se lo acepté agradecido y le dije que siempre me había inclinado por el cuello.
Eso está bien dijo , si no se arriesga a herir a un compañero de barco, cuando
mueve así la hoja. Y se tiró del bigote.
Sentado en la popa tuve ocasión de observar las caras de mis remeros, y me quedó
claro que tenían casi miedo de la costa como de mí. Atracaron junto al bote y en la prisa
por alejarse casi vuelcan el nuestro. Después de determinar que no me había equivocado
cuando creí ver desde la regala una marchita amapola roja en el único asiento, los miré
remar de nuevo hasta el Samru y noté que, aunque un viento leve favorecía ahora a las
velas mayores, los remos estaban bajos y batían el agua a ritmo vivo. Presumiblemente el
capitán planeaba rodear el largo meandro lo más rápido posible; si yo no estaba en el
punto indicado, podría seguir sin mí, diciéndose (y diciendo a otros, en caso de que otros
preguntaran) que era yo y no él quien había fallado a la cita. Separándose del
craquemarte se sentía aún más aliviado.
A los costados del muelle había unas escaleras de piedra muy parecidas a aquellas
desde las que yo me había zambullido de chico. Arriba, la explanada estaba vacía, y era
casi tan frondosa como un parque, con la hierba que crecía entre las lajas. Ante mí se
alzaba en calma la ciudad en ruinas, mi ciudad de Nessus, aunque fuera la Nessus de un
tiempo muerto hacía mucho. Unos pájaros giraban arriba, pero tan silenciosos como las
estrellas veladas por el sol. Gyoll, que susurraba en medio de la corriente, ya parecía
apartado de mí y de los vacíos cascos de las construcciones entre las que yo cojeaba. No
bien sus aguas me perdieron de vista calló, como un visitante inseguro que deja de hablar
cuando alguien entra de pronto en el cuarto.
Pensé que diñcilmente era ése el barrio del cual (como me había dicho Dorcas) se
tomaban muebles y utensilios. Al principio miré muchas veces por puertas yventanas,
pero no había allí más que despojos y hojas amarillas, caídas de los árboles jóvenes que
ya levantaban los adoquines del pavimento. Tampoco vi ningún signo de saqueadores
humanos, aunque había deposiciones de animales y algunas plumas y huesos dispersos.
No sé cuánto me adentré. Pareció una legua, aunque acaso haya sido mucho menos.
Perder el Samm no me molestaba mucho. Había hecho andando la mayor parte del
camino desde Nessus hasta la guerra en las montañas, y aunque aún se me doblaban las
piernas, la cubierta me había endurecido los pies. Como en realidad nunca me había
acostumbrado a llevar una espada en la cintura, saqué el craquemarte y me lo puse al
hombro como a menudo había hecho con TerminusEst. Un atisbo de frío se había
infiltrado en el aire matutino y el sol del verano tenía una especial tibieza lujuriosa. Yo lo
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