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Empezaba a verlos ya. No le cansaban los trabajos del dispensario y su mano y su mirada
nunca fueron más seguros. Los harapientos que aguardaban pacientemente cada mañana a que
abrieran el hospicio eran atendidos con la misma pericia con que antaño lo fueron los grandes de
este mundo. La completa carencia de miedo o de ambición le permitía aplicar sus métodos más
libremente, y casi siempre obtenía buenos resultados: aquella dedicación total excluía hasta la
compasión. Su constitución, de por sí seca y nerviosa, parecía fortalecerse al acercarse la vejez;
sufría menos del frío; parecía insensible a las heladas del invierno y a la humedad del verano; el
reuma que había contraído en Polonia ya no lo atormentaba. Había dejado de notar las
consecuencias de unas fiebres tercianas que se trajo de Oriente en otros tiempos. Comía con
indiferencia lo que le traía del refectorio uno de los hermanos que el prior había adscrito al
hospicio, o bien escogía en la posada los platos más baratos. La carne, la sangre, las entrañas,
todo lo que había palpitado y vivido le repugnaban en aquella época de su existencia, pues el
animal muere con dolor, lo mismo que el hombre, y no le gustaba digerir agonías. Desde que él
mismo había degollado un cerdo en casa de un carnicero de Montpellier, para comprobar si había
o no coincidencia entre la pulsación de la arteria y la sístole del corazón, le había dejado de
parecer útil emplear dos términos distintos para el animal al que sacrifican y el hombre que
muere. Sus preferencias a la hora de alimentarse iban hacia el pan, la cerveza, las papillas de
cereales que conservan algo del sabor denso de la tierra, las acuosas verduras, las frutas
refrescantes, las subterráneas y sabrosas raíces. El posadero y el hermano cocinero se
asombraban de sus abstinencias, que ellos creían de intención piadosa. En algunas ocasiones, sin
embargo, se obligaba a si mismo a masticar pensativamente un pedazo de tripa o de hígado
echando sangre, para probarse que su rechazo procedía del espíritu y no de un capricho del gusto.
Nunca se preocupó mucho por sus atavíos: por distracción o desprecio, ni siquiera renovaba su
ropa. En materia erótica, seguía siendo el médico que antes recomendaba a sus enfermos los
consuelos del amor, de la misma manera que también les aconsejaba beber vino. Aquellos
ardientes misterios le parecía que aún eran, para muchos de nosotros, el único acceso al reino
ígneo, del que tal vez seamos ínfimas pavesas, pero esta sublime ascensión era breve y le hacía
dudar de que un acto tan sujeto a las rutinas de la materia, tan dependiente de los instrumentos de
la generación carnal, no fuera para el filósofo una de esas experiencias que deben hacerse para
seguidamente renunciar a ellas. La castidad, en la que antaño veía una superstición que debía
combatirse, le parecía ahora una de las caras de la serenidad: saboreaba ese frío conocimiento
que uno tiene de los seres cuando ya no los desea. No obstante, una vez que se dejó seducir por
un encuentro y se entregó de nuevo a aquellos juegos, él mismo se extrañó de sus propias
fuerzas. Se enfadó un día con un fraile sinvergüenza que vendía en la ciudad los ungüentos del
dispensario, pero su cólera era más deliberada que instintiva. Se permitía incluso alguna
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bocanada de vanidad tras una operación bien hecha, lo mismo que se le permite a un perro que
retoce en la hierba.
Una mañana, durante uno de sus paseos de herborista, una circunstancia insignificante y
casi grotesca lo indujo a reflexionar. Tuvo sobre él un efecto comparable al de una revelación
que ilumina para un devoto algún santo misterio. Salió de la ciudad al clarear el día, para llegarse
hasta el lindero de las dunas, llevando consigo una lupa que había mandado construir según sus
instrucciones a un fabricante de lentes de Brujas, y que le servía para examinar de cerca las
raicillas y las semillas de las plantas que cogía. Al llegar el mediodía, se durmió acostado boca
abajo en un hueco formado en la arena, con la cabeza apoyada en el brazo y la lupa, que había
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