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virgen, también del de reina. La monarquía mística, glorificada en el Ricardo II, pronto
había de ser depuesta en la realidad, y de un modo mucho más ruinoso que en el Ricardo
II. Los mismos puritanos que arrancaron las coronas de cartón a los actores del teatro
habían de arrancar las coronas a los verdaderos monarcas. Toda pantomima quedaba
prohibida, y toda monarquía pasaba a la categoría de una pantomima.
Shakespeare murió el día de San Jorge, y con el murió mucho de lo que San Jorge
representa. No quiero decir que haya muerto el patriotismo, porque el patriotismo, al
contrario, se ha de levantar, inflexible, para ser el orgullo de las generaciones venideras.
Pero hay más que patriotismo en la imagen de San Jorge, bajo cuyo amparo puso
Corazón de León a Inglaterra en los desiertos de Palestina. La idea del santo patrón traía
consigo, desde el fondo de la Edad Media, un elemento único e insustituíble: la variación
sin antagonismo. Los Siete Campeones del Cristianismo66 se multiplicaron setenta veces
en otros tantos patronos de las ciudades, los comercios y y los tipos sociales; pero la sola
idea de que todos eran santos, excluía toda posible rivalidad en el hecho de ser todos
patronos. El gremio de los zapateros y el gremio de los peleteros, bajo las respectivas
enseñas de San Crispín y San Bartolomé, podían venir a las manos al encontrarse un día
en la calle; pero no podían imaginar siquiera que San Crispín y San Bartolomé estaban a
esa misma hora dándose puñetazos en el cielo. De igual modo, en el campo de batalla, los
ingleses podían invocar a San Jorge, y los franceses a San Dionisio; pero no creían
realmente que San Jorge le tuviera particular inquina a San Dionisio' ni a los que le
invocaban. Juana de Arco, que, en punto a patriotismo, era lo que muchos
contemporáneos llamarían una fanática, era también, en esto de los santos patronos, lo
que muchos contemporáneos llamarían una mujer ilustrada. Ahora bien: es innegable que
el cisma religioso trajo consigo una división mucho más profunda e inhumana. Ya no se
trataba de una agarrona entre devotos de dos santos que se mantenían en paz entre sí, sino
de una guerra entre los creyentes de divinidades enemigas. El que a los barcos españoles
se les llamara el San Francisco o el San Felipe, cosa que nada significaba al principio,
pronto vino a ser para la nueva Inglaterra una causa tan trascendental de conflicto, como
el que se les llamara el Baal o el Tor. Claro que esto era meramente simbólico, pero
simbólico de un estado de cosas muy real y muy serio. Por aquí entró en las guerras
religiosas esa noción que la ciencia moderna aplica a las guerras de razas : la noción de
las guerras naturales, no producidas por una disputa determinada, sino por la naturaleza
misma de los pueblos en lucha. Así pasó por nuestro sendero la sombra del fatalismo
étnico, y a los lejos, muy en la sombra, hubo un estremecimiento misterioso, de que ya
los hombres no se acuerdan.
Más allá de las fronteras del decadente Imperio se extendía aquella extraña tierra, tan
vaga y tare movediza como el mar, donde las guerras barbáricas se habían desarrollado en
un largo hervor. Casi toda era ya cristiana por la forma, pero apenas civilizada. Un pálido
reflejo de la cultura del Sur y del Oeste tendía sobre la comarca salvaje un leve manto
como de hielo. Por mucho tiempo esta región, a medio civilizar, había vivido en
soñolencia, pero ahora comenzaba a soñar. Una generación antes de Isabel, cierto grande
hombre que, a pesar de su violencia, era fundamentalmente un soñador-Martín Lutero-,
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San Jorge de Inglaterra, San Andrés de Escocia, San Patricio de Irlanda, San David de Gales, San
Dionisio de Francia, Santiago de España y San Antonio de Italia.
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había lanzado desde su sueño unos alaridos como truenos, en parte para delatar las malas
costumbres, y en parte también para atacar las buenas obras del cristianismo. Una
generación des pués de Isabel, el desarrollo de las nuevas doctrinas por toda aquella tierra
salvaje, había hundido ya 8 la Europa central en una cíclica guerra de los credos. La casa
que estaba por la leyenda del Santo Imperio Romano, la de Austria, la aliada germánica
de España, combatió por la antigua religión contra la liga germánica, que combatía por la
religión nueva. En la Europa continental la situación era verdaderamente complicada, y lo
fue más a medida que se disipaba el sueño de restaurar la unidad religiosa. La firme
determinación de Francia-el constituirse nacionalmente en el sentido moderno de la
palabra-, era otra dificultad más. Francia quería independizarse de toda combinación y
redondear sus fronteras, y esto la llevó-aunque odiaba a sus protestantes-,a dar cierto
apoyo diplomático a muchos protestantes extranjeros, simplemente para conservar la
balanza del Poder contra la gigantesca confederación de los españoles y los austríacos.
Nueva dificultad era el reciente levantamiento de un poder calvinista y comercial en los
Países Bajos; un poder desconfiado y razonador que se defendía valientemente de
España. En conjunto, puede decirse que la guerra de Treinta Años fue el alumbramiento
de todos los problemas internacionales modernos, ora se la tome como una revolución de
los semigentiles contra el Santo Imperio Romano, ora como el advenimiento de una
nueva ciencia, una nueva filosofía y una nueva ética del Norte. Suecia intervino, y mandó
en auxilio de la nueva Germania a un héroe militar. Pero el heroísmo militar de entonces
ofrece una extraña mezcla de estrategia, cada vez más compleja. y de crueldad, cada vez
más propia de caníbales. Dentro de la matanza general, no fue Suecia e: único poder
europeo que halló su camino. Hacia e Noroeste, en tierra estéril y pantanosa, había une
pequeña y ambiciosa familia de prestamistas, que se habían hecho caballeros ; una
familia cauta, frugal muy egoísta, que aceptó sin gran arrebato las teorías de Lutero, y
empezó a prestar al protestantismo sus criados y sus soldados casi salvajes. El
protestantis mo les pagó bien, concediéndoles sucesivas promo ciones, cada vez más
altas. Pero en aquel tiempo su único principado lo formaban las marcas de Brande bureo.
Tal era la familia de los Hohenzollern.
XIII
LA ERA DE LOS PURITANOS
Qué aburrido seria leer el relato de una aventura emocionante donde,
sistemáticamente, en vez de los nombres verdaderos de las personas y las cosas, se
pusieran voces sin sentido, como trique y traque! Figuraos, por ejemplo, que nos contaran
de un rey que estaba en el trance de convertirse en un trique, u obligado finalmente a
hacer entrega del traque, o que la pública exhibición de un traque habla provocado un
furioso motín, porque se vio en ella una grosera manifestación del trique. Pues algo
parecido acontece cuando se intenta, hoy por hoy, contar la historia de las luchas
teológicas durante los siglos XVI y XVII, haciendo concesiones al disgusto absoluto por
la teología, característico de la generación actual, o, más bien dicho, de la inmediata
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anterior. Los puritanos, como su nombre lo indica, eran, ante todo, unos entusiastas de lo
que consideraban la religión pura. A veces, se empeñaban en imponerla a los demás, y a
veces se conformaban con practicarla ellos libremente. Pero no haríamos justicia a sus
mejores cualidades y a sus ideales fundamentales si no nos preguntáramos, ni por casuali- [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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